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CUANDO SE LO APODÓ «ZORZAL»

¿Sabía Ud. Qué? A Carlos Gardel se lo apodaba el Zorzal Criollo.

Cuando Betinotti apareció por los boliches del Mercado de Abasto, su fama le había precedido. Una fama que había ganado fácilmente, porque contó con el espaldarazo de Gabino Ezeiza, a quien había conocido en 1898, cuando éste actuaba en un circo de Mazza y Segunda Belgrano, como se llamaba entonces a la calle Venezuela.

Juntos actuaron durante dos años, hasta que Betinotti se consideró con fuerzas suficientes para presentarse solo ante el público. Sin que entre ambos payadores hubiera ocurrido el menor roce, no hechos para congeniar, separábanlos profundas diferencias.

Gabino era payador nato. Nunca, por lo demás, había sido proletario. Betinotti trabajó como hojalatero y luego fue tornero de tacos Luis XV. Sus rebeldías sociales lo llevaron al socialismo, que en aquel entonces era lo más «avanzado» en política. Su ídolo fue Alfredo L. Palacios, el primer diputado socialista que tuvo el país, en 1904. A Gabino Ezeiza su fibra popular lo llevó por el lado del radicalismo.

Decíamos, pues, que Betinotti llegó al Abasto cuando ya su nombre corría de boca en boca. Naturalmente, uno de sus primeros padrinos en la barriada fue «Yiyo» Traverso, quien siempre le hablaba del «Morocho» como de un cantor extraordinario. Pero daba la casualidad de que cada vez que Betinotti llegaba a «O’Rondeman», el «tapado» no estaba.

—Che, «Yiyo», ¿cuándo canta tu pollo? –preguntaba Betinotti

Hasta que una noche que el payador repitió la pregunta, «Yiyo» llamó a un muchacho que estaba a una mesa por medio, con «Maceta» y «Granolina».

—Carlitos, vení…

Hechas las presentaciones y tras las consabidas copas para entonarse, Gardel comenzó a cantar. La frescura de aquella voz, su pastosidad, su suavidad de terciopelo, lo natural de su impostación y el sentimiento que ponía en el canto, causaron tan profunda impresión en Betinotti, que sólo atinó a decirle a «Yiyo»:

— ¡Qué pollo tenés, hermano! ¡Esto no es un pollo, es un gallo que ya quisiera tenerlo «Maceta»… !

Todos rieron de la ocurrencia… «Maceta» era cuidador de gallos de riñas…

Algún tiempo después, en 1912, «Yiyo» y Gardel entraron una noche en el Café de Marinela y Tomasín, en la calle Anchorena entre Lavalle y Guardia Vieja, y se sumaron a un grupo en donde estaban Giordano, Angelito Frioni, «Maceta», otro gallero llamado Fernando Libaró y un hermano de «Maceta», Rodolfo Giberti, a quien todo el Mercado conocía más por el sobrenombre de «Titín». Al rato llegó Betinotti. Cuando su negra y escuálida silueta se recortó en el vano de la puerta, voces amigas lo saludaron:

—¡Salud, Pepe!

Y todos se corrieron un poco para que se sentara junto a la mesa.

—La noche está linda para una payada —insinuó Libaró. 

El coro asintió. 

— iAvisen! —atajóse Carlos— Ustedes saben que yo no sé payar. Eso es para los tatuas como Pepe…

Era cierto. Gardel nunca había sabido improvisar y sentía el más profundo respeto por los que poseían ese don.

Pero lo dicho, la noche estaba linda para una payada y había que resolver la dificultad. Se decretó entonces que Gardel cantara las piezas de su repertorio y Betinotti improvisaría sobre el tema de esas canciones.

Y fue así como se realizó aquella payada tan particular y memorable_ ¡Felices los amigos aquellos que pudieron asistir a un espectáculo que jamás se volvió a repetir!

Gardel inició el contrapunto con «Pobre, mi madre querida», como homenaje al payador. Él, al término de cada estrofa, como si la escuchara por primera vez, exclamaba:

—¡Así la escribí yo! ¡Así la siento!

Cuando eI «Morocho» cantó, Betinotti improvisó con aire de cifras unas glosas a la más popular de sus canciones. Tras ésta, vinieron «La muerte de Pedro Tiberio», «A mi madre», «El Tirador Plateado», «El Moro», «Sobre el pingo del amor» y otras.

Cuando pasaron los años, los testigos de aquella payada se emocionaban al recordar lo sensitivo de esa noche en lo de Tomasín, cuando Gardel lanzaba al aire su voz cálida y pastosa y Betinotti cantaba sus versos emotivos, muchos de ellos mal medidos y casi ripiosos, pero cuyos defectos no percibían los oyentes. Es que a todos los unía en esos momentos un sentimiento más profundo que la simetría literaria: la agrupación de una amistad inalterable, de vivir una prodigiosa juventud en un inundo que no sabía de las inquietudes, apuros y desazones de hoy.

Fue aquella noche cuando Betinotti apodó a Gardel con uno de los apelativos que lo identificaron para siempre: «Zorzal».

 

Rodolfo Omar Zatti 

Del libro Gardel en el Abasto

autorizado por Gabriel Zatti.